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miércoles, 28 de abril de 2010

ANJANA DE CABELLERA PLATEADA

ANJANA DE CABELLERA PLATEADA

En Soba, en las estribaciones orientales del Collado de las Lobas, en el vértice de un vallecito que se abre hacia el norte, vivían hace mucho tiempo dos Anjanas hermanas en una profunda cueva colgada en un barranco, cueva que la construcción de la actual carretera destruyó prácticamente del todo.

Aunque eran gemelas, se distinguían perfectamente una de otra: una tenía el cabello rubio como el oro, al igual que la mayoría de las Anjanas, y la otra lucía una hermosa cabellera plateada. También su carácter era distinto, pues, aunque las dos eran muy buenas, la rubia era seria y comedida, mientras que su hermana era muy alegre y risueña, y siempre estaba haciendo bromas a los habitantes de Astrana y de los demás pueblecitos del Valle de Soba. Era un verdadero trastolillo: cambiaba el recipiente del azúcar por el de la sal en el momento en que un ama de casa amasaba una torta, cosía las patas de los pantalones de los hombres, de modo que al vestirse en la oscuridad no acertaban a enfundárselos, o agitaba en mitad de la noche los cencerros de las vacas para despertar a todos los vecinos.

Un día, mientras la vacada de Cañedo pastaba tranquilamente en un prado y la pastora que la cuidaba se había echado a la sombra de un aliso a soñar en el novio que no acababa de echarse, fue la Anjana de cabellos de plata y ató por el rabo, de dos en dos y hasta de tres en tres, a todas las vacas. Bien puede imaginarse el jaleo que se armó, cada animal tirando para un lado y todos mugiendo y coceando enloquecidos.

Los dueños se enojaron muchísimo, pues a algunas vacas se les cortó la leche, en los dos sentidos de la palabra, otras sufrieron mil magulladuras al ser arrastradas por compañeras más fuertes, y algunas hubo que murieron al despeñarse juntas.

-¿Te das cuenta del desastre que has causado? –le preguntó su hermana, al enterarse del desaguisado.

-Claro y lo siento mucho, pues de verdad que no pensé que fuera a organizarse tal lío.

-Siempre dices lo mismo: que no pensaste en las consecuencias. Deja de hacer tonterías y así no habrá consecuencias.

-Sí, hermanita, sí. No te preocupes, que no volveré a hacer tonterías –replicó nuestra Anjana con cierto retintín en la última palabra.

-Pero lo llevaba dentro, no podía evitar hacer de las suyas, y al día siguiente se entretuvo poniendo una pinza en la nariz a todos los niños mientras dormían, de manera que se armó una barahúnda de gritos, lloros y alaridos, que sacó de la cama y desveló a todos los vecinos. La hermana se cansó y aquella misma noche, que era de luna llena, mientras la bromista dormía, hizo una especie de conjuro alrededor de una hoguera, haciendo unos signos raros y pronunciando estas palabras:

Para que estés quieta un poco

cual piedra un tiempo serás,

y en aquella cueva oscura

dos semanas yacerás.

No bien dicha la última palabra, el cuerpo de la Anjana de cabellera plateada desapareció del lecho donde se encontraba y, arrebatado por una especie de nube de polvo brillante a una velocidad fulgurante, reapareció en una concavidad que se habría en frente de la cueva, al otro lado del barranco. Allí permaneció sin respirar, inmóvil como la roca y con la luenga cabellera cayendo como una cascada de plata por la abertura de la cuevecita.

La celeridad con que se produjeron los efectos del conjuro dejaron atónita a la Anjana rubia, que, como no fuera muy ducha en el arte de la hechicería, lo había conseguido después de mezclar muchas fórmulas distintas y hacer miles de signos. Pensó que dos semanas de tranquilidad y reposo no le vendrían mal a su hermana y sobre todo a los vecinos de los contornos, y se echó a

dormir satisfecha, mientras, al otro lado del barranco, la cabellera de plata brillaba a la luz de la luna.

Dos semanas después, a la misma hora, la Anjana rubia se dispuso a deshacer el hechizo y encendió una hoguera a la entrada de la cueva, una hoguera grande cuyo resplandor hería profundamente las tinieblas de una noche sin luna. Aunque no se arrepentía de su acción, pues estaba convencida de haber hecho un gran favor a su hermana, estaba deseando volver a verla y se apresuró a realizar todas las fórmulas y requisitos necesarios. Mas, fuera por los apresuramientos, por el nerviosismo o por la ausencia de la luna, el hecho es que no acertaba con las fórmulas del desencantamiento. Las repitió de mil modos, invocó al fuego, a la noche, a la luna ausente, al universo todo, pero no hubo manera de dar con aquellos signos y palabras que devolvieran a la vida a su hermana.

Ciega de enojo trató de poner en juego sus mágicos poderes de Anjana, pero todo parecía inútil ante la terquedad del destino: el extremo de su varita chisporroteaba, como sometida a una carga de energía superior a la que pudiera soportar, sus cabellos dorados se le ponían de punta, las uñas ardían, los ojos se iluminaban y la cabeza le daba vueltas. Enloquecida por aquellas adversas emociones e impresiones, echó a correr barranco abajo, escaló la pared de enfrente agarrándose a peñas y matorrales y llegó hasta la cavidad en la que yacía su hermana.

La tocó y notó que estaba fría como las mismas rocas que la rodeaban y con las que parecía haberse fundido. Le miró la cara y se sobresaltó, pues tenía los ojos abiertos, aunque inmóviles, fijos, muertos como los de una muñeca. Enfurecida, zarandeó inútilmente aquel cuerpo pesado, petrificado, inamovible, y, presa de incontenible arrebato, empezó a golpearse, a mesarse el cabello, a destrozarse las uñas tratando de hundirlas en lo que había sido el cuerpo de su hermana. Un falso movimiento le hizo perder el equilibrio, rodó por el barranco, se irguió maltrecha y furiosa, y echó a correr gritando como un animal malherido.

Si hubiera habido más luz y hubiera mirado con más detenimiento habría visto brotar sendas lágrimas de los ojos opalinos de su hermana, lágrimas que, dada la posición en que se hallaba, resbalaban por las sienes, se sumían en la espesura de su brillante cabellera, se impregnaban de su brillo y naturaleza y caían lentamente, convertidas en gotas de plata fundida, hasta el fondo del barranco.

Aquellas lágrimas de plata fueron haciéndose cada vez más abundantes a medida que el cuerpo de la Anjana era absorbido por las paredes que la rodeaban y, con el tiempo, lo que caía de aquella cavidad de la roca era un verdadero torrente de plata, que formó un verdadero río en el fondo del barranco.

Los habitantes de los alrededores, al enterarse de que la plata brotaba a raudales en una peña, acudieron en tropel al lugar con todo tipo de recipientes. Cuál no sería su decepción y enojo cuando comprobaron una y mil veces que aquella plata líquida que veían caer se transformaba en agua al caer en sus manos y en sus recipientes. Pero lo que más los exasperaba era una como risilla burlona que producía al caer. No podían imaginar que aquel fantástico manantial era la última broma de la desgraciada Anjana de la cabellera plateada.

Todavía hoy fluye la cascada de plata, todavía hoy puede escucharse su risueña música, todavía hoy puede escucharse su risueña música, todavía hoy puede experimentar uno el milagro de ver transformarse la plata en agua al ir a cogerla, y todavía hoy puede contemplar uno el río que se forma en el fondo del barranco, pues este no es otro que el Asón, que corre desde dicho barranco del Collado de las Lobas hasta el Cantábrico.

Pero algún día cesarán de fluir el río y la cascada, cesarán las risas y el milagro, pues la Anjana rubia encontrará algún día las fórmulas del desencantamiento. La aciaga noche en que perdió a su hermana la pasó corriendo por zarzales y despeñaderos hasta que llegó al lago de Bernavinto, bajo cuyas aguas se halla una vastísima biblioteca que alberga todos los volúmenes y manuscritos que la Historia ha ido perdiendo. Allí lleva siglos buscando, repasando miles, millones de páginas, escudriñando cada línea, cada apostilla manuscrita, y algún día sus ojos se iluminarán ante la fórmula que deshaga el hechizo y volverá para rescatar a su hermana de su eterno fluir.

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